Los campamentos mineros que amenazan a la reserva de Indio Maíz
En el sector de Las Cruces, a las puertas de la reserva biológica nicaragüense Indio Maíz, convive la minería ilegal con la complicidad del Estado. Un equipo periodístico de Onda Local viajó meses atrás al sitio y lo que halló es una mala noticia para el medioambiente.
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En el puerto de San Carlos, diez mineros compran boletos para subirse esta tarde a una lancha que los lleve hasta El Castillo; un histórico municipio de Nicaragua, ubicado a 350 kilómetros al sudeste de la capital, que se convertirá al anochecer en un pueblo dormitorio para estos desconocidos.
El Castillo está teniendo una bonanza económica debido a la actividad minera. Cientos de personas mineras gastan buena cantidad de dinero en negocios emergentes como hostales, bares, comedores y tiendas. Hay máquinas tragamonedas y pulperías bien surtidas de productos que las personas se llevan a las minas.
A la mañana siguiente, la embarcación se desplazará con vigor en las aguas calmadas del río San Juan. El viaje será maravilloso; no solo por el follaje que apreciarán en su recorrido, sino por la hermosa fauna que se encontrarán a su paso.
Algunos de esos pasajeros tienen como destino el sector de La Venada y otros La Reserva, en referencia a la reserva biológica Indio Maíz. Los primeros se cruzarán a Costa Rica y trabajarán finalmente en la mina Las Crucitas, mientras los otros se adentrarán en Indio Maíz, un tesoro de biodiversidad centroamericano al que muchos van para laborar como obreros en la minería ilegal.
Según la Universidad de Maryland y el Instituto de Recursos Mundiales, los bosques suman el 24% del territorio nicaragüense. Lamentablemente están bajo amenaza. En Indio Maíz, diversas especies de fauna y flora conviven en un hábitat de biodiversidad tan rica que es superada únicamente por los bosques de la Amazonía. Pero ambientalistas locales se muestran preocupados por las actividades de este tipo de extracción de minerales, las cuales tienen consecuencias en el medioambiente.
“Los primeros reportes de minería ilegal en el sector de Las Cruces son de 2021. Desde entonces, ha avanzado significativamente”, lamenta el biólogo Amaru Ruiz, presidente de la Fundación del Río, quien se encuentra en el exilio a causa de la persecución a la sociedad civil del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
De acuerdo con este organismo, dentro de la reserva biológica Indio Maíz, hay tres áreas de explotación minera: La Chiripa, El Naranjo y Las Cruces. Las dos primeras se encuentran activas dentro del territorio indígena Rama y Kriol desde 2019, pero la última está en el territorio de El Castillo, a tres kilómetros de la base del Ejército de Nicaragua llamada Las Cruces.
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Llenarse de paciencia por la lejanía es lo más aconsejable para recorrer la zona, así como medidas de seguridad ante las autoridades en un contexto represivo con la sociedad en general. Hay en aquel sitio, sobre todo, la presencia del Ejército que es el largo brazo del Estado dictatorial en esa zona remota del país.
Meses atrás, un equipo periodístico de Onda Local viajó hasta el sector de Las Cruces para contar lo que está ocurriendo con este tipo de explotación de los recursos naturales, la permisividad evidente de las autoridades ante el negocio de la minería cada vez más público y las consecuencias en la naturaleza.
Según cifras oficiales, la extracción del oro es un negociazo en Nicaragua. La nación exportó 1,158 millones de dólares en oro durante 2023, convirtiéndose en uno de los principales rubros de la economía. Ese mismo año, sin embargo, la Fundación del Río advirtió en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que “al menos el 30% del oro extraído ilegalmente es acarreado por canales de procesamiento y exportación, propiedad de empresas radicadas en el país”.
La realidad en el terreno indica que, a la par del negocio, ha crecido la necesidad social. Durante los últimos dos años, es frecuente ver más extraños—o cuando menos pobladores venidos de comunidades cercanas— que buscan una oportunidad de trabajo en la minería artesanal. El objetivo es finalmente sobrevivir a la agobiante realidad de la pobreza.
La complicidad del Ejército
Sale la lancha de El Castillo y a unos metros del puerto está un puesto de control del Ejército. Son las 4:45 de la mañana. Es un día lluvioso. Un soldado pide los documentos de identidad a cada uno de los pasajeros, incluyendo a los diez mineros. No preguntan adónde van, ni a qué se dedican. Todos los viajeros saben que son de ese tipo de obreros, llevan poca carga. A lo sumo un costal o una mochila.
Todo sigue igual. Llegan otras dos embarcaciones y se repetirá nuevamente el acto: el soldado pide los documentos y, luego, todos se pueden ir tranquilos.
El otro punto de control militar estará hasta el caño Bartola, cuando se está muy cerca de la reserva biológica de Indio Maíz. La diferencia es que los pasajeros se bajan de la embarcación, los militares revisan las maletas en este segundo puesto. Otra vez piden las cédulas. Otra vez nada vuelve a pasar.
La lancha llega a La Venada, la entrada hacia El Infiernillo, como se le conoce a las minas ubicadas en Crucitas, en Costa Rica. Se baja un buen grupo de mineros que se disponen a penetrar un camino solitario y montoso.
A la orilla del río y al borde del espeso bosque, la naturaleza se impone con ligeras interrupciones. La primera de ellas ocurre cuando aparece, en medio de la nada, una choza de plástico negro. Es la casa de un colono o invasor de la reserva.
Alrededor de la precaria vivienda se observan árboles talados. En algunas chozas se ven izadas banderas roja y negra del Frente Sandinista. Durante varios kilómetros, antes de llegar a Las Cruces, se observan seis asentamientos de estos invasores de las tierras indígenas. Hay viviendas de construcción precaria, pero también otras de madera y zinc.
Dyann Barberena, exintegrante del Gobierno territorial Rama-Kriol (GTRK), dice que estos asentamientos se encuentran ahí por mala administración de las autoridades. Para ella, el GTRK avaló la presencia de estas personas en esa zona de la reserva por complacencia con el régimen. De hecho, según ella, las autoridades locales son “fichas” de la dictadura.
Las lanchas llegan al control militar de Las Cruces, el último antes de llegar a la entrada de las minas en la Reserva. Los soldados hacen el mismo procedimiento, revisan las maletas y piden las identificaciones de pasajeros. No pasa nada, todos y todas pasan.
Después de cuatro horas del inicio del viaje, el cansancio ya se hace sentir entre los viajeros que salieron del puerto de El Castillo. Los viajeros visualizan la entrada a las minas, ubicadas dentro de la reserva y ya anticipan el camino que deberán de recorrer para llegar a su trabajo. En este sitio de la montaña hay cinco toldos de plástico negro. Debajo hay hombres y mujeres comiendo. Se les reconoce como mineros por sus botas que exhiben un fango rojizo.
A la vista de cualquiera, el lodazal se visualiza profundo. De por sí, seguir el paso de un minero es complicado, pero a los forasteros nos da la sensación de que corren sobre el fango pegajoso. Alrededor hay una espesa selva tropical de grandes árboles, enredaderas y palmeras. Este territorio parece gritar que no es apto para citadinos.
Julia y Carlos son una pareja de jóvenes originarios de El Rama, un municipio de la Región Autónoma de la Costa Caribe Sur (RACCS) y van rumbo a los campamentos. De acuerdo con Fundación del Río, los mineros y los invasores en general provienen principalmente de municipios fronterizos con Indio Maíz, tales como El Rama, Nueva Guinea, El Tortuguero y El Castillo.
Dos maletas para tres meses en la selva
Cuando llegan a la zona, ellos siempre tienen previsto quedarse hasta tres meses en la selva. Solo llevan dos maletas. Caminan una hora y saben que todavía hace falta más del doble de tiempo para llegar. En el trayecto, se encontrarán con niños. Verán a uno de quizás 12 ó 13 años, cargando un bulto pesado como todos. En otro momento, se hallarán a un señor de 60 años y en otro instante a una joven embarazada. Ninguno se amilana ante el esfuerzo físico que supone caminar en el bosque.
En medio del follaje, la pareja de jóvenes encuentra una choza hecha de tablas, palos y techo de palmera. Es una venta de comestibles ubicada en la reserva y construida por una familia de colonos. Una señora de 65 años despacha y cobra 100 córdobas por una botella de agua de 600 mililitros (ml) a una Julia, agotada por el recorrido. Usualmente, el mismo líquido en el mismo envase, cuesta 25 córdobas en la ciudad. Pero aquí se paga con creces la distribución exitosa del producto.
Todo un negocio con las tierras indígenas
La dueña de esta venta tiene varias gallinas y perros. Junto con su pareja compraron un solar que les costó 40 mil córdobas. Se lo compraron a un señor del que sólo recuerda su apodo: “El Caminante”. Se trata de un sujeto que se dedica a la minería y que vende territorios indígenas como si fueran propios.
Ella no menciona su nombre, pero el relato es el siguiente: Ese señor se apoderó de varias manzanas de bosques cerca de los campamentos y los vende luego a las personas que llegan ahí. Esta familia tiene dos años de estar vendiendo en la zona. La mujer señala una parcela de bosques cortados, donde ahora hay chayote, yucas y otras verduras. Quiere quedarse, mientras el negocio del oro no se hunda.
En la ruta de la búsqueda de los campamentos hay otro negocio. La gente se sienta a descansar, después de caminar cargado durante horas. Falta trecho por andar, y el indicador para Julia y Carlos de que van por buen camino, es ver el color café de los riachuelos por los sedimentos que se arrojan cuando se escarba la tierra. Los campamentos están cerca.
El nuevo negocio se extiende debajo de tres carpas de plástico, sostenidas sobre palos. Lo llaman El Cafetín, porque sus propietarios son una familia de colonos que venden comida, café y gaseosas desde hace dos años.
Lucen cansados, pero Julia y Carlos tienen sus propios planes y mucha esperanza de progresar económicamente en sus vidas. Quieren tener una finca y construir una casa. Para eso, saben que deben trabajar hasta tres meses en las “pilas”. Así llaman a las minas artesanales. “Hay como 100 pilas allá”, dice él.
Todo tiene un costo, incluso la sobrevivencia, mientras se gana el dinero anhelado. Carlos no fue preciso en decir cuánto dinero necesitan para su inmersión de tres meses en la reserva. Pero afirmó que en ocasiones vienen con casi nada. ¿Cómo le hacen entonces? El minero ensaya una respuesta: Los trabajadores llegan en grupo y buscan un campamento según el contacto que tengan para ubicarse lo más rápido posible.
Según él, las minas alrededor de los campamentos están ocupadas, y si quieres trabajar en las mismas debes asociarte con el dueño del punto de extracción. La otra alternativa laboral es buscar oro en otra zona de la selva. El joven asegura que a muchos les atrae que el oro se encuentra a poca profundidad. “Hay algunas pilas o puntos que son muy buenos”, afirmó.
Sentado en el tronco de un árbol derribado, sostiene una taza de café. El minero añade que el material se extrae y se procesa en las tómbolas. Son equipos artesanales que remueven el sedimento para poder encontrar el oro. Estas son propiedad de quienes solo tienen el procesamiento del material como único negocio.
El obrero de las minas debe entregar el 15% del total de gramos de oro que se obtenga del procesamiento en una tonelada de brosa. “Es decir que, por cada 100 gramos de oro, 15 le quedan al dueño de la tómbola”, explicó.
Durante la visita realizada por Onda Local, los compradores de oro pagaban a 1,200 córdobas el gramo. Los trabajadores podían entonces obtener de 70 a 80 gramos de oro a la semana. Eso equivale a 96,000 córdobas para un grupo de cuatro a cinco mineros, según Carlos. El ambientalista Amaru Ruiz denuncia que detrás de todo este negocio existe una evidente permisividad de las autoridades.
Ruiz afirma que, alrededor de la minería ilegal, hay tráfico y especulación de tierras. Estos negocios son manejados por “exmiembros del Ejército y secretarios políticos que avalan y protegen a estas personas para estar en estos sitios (…) Detrás de los operarios hay un pez gordo”, acusó Ruiz.
Los campamentos en el sector de Las Cruces son conocidos como “Rosita” y “Managua”. El campamento “Rosita” es el lugar al que se dirigen con tanto ahínco, tanto Julia como Carlos. Nomás llegan, la música de banda alegra el sitio. Hay bares, algunas casas perfectamente iluminadas gracias a paneles solares o generadores eléctricos.
El comienzo de la explotación minera en la zona de Las Cruces, tiene relación con la cercanía con las minas de Crucitas, sugirió Ruiz.
“A raíz de las acciones de la Fuerza Pública de Costa Rica, de detener el avance de los güiriseros en Crucitas, en donde los dueños de fincas pagaban para que se explotara esa área, a trabajadores, sobre todo nicaragüenses, muchos de estos mineros se fueron a la reserva”, afirmó el ambientalista.
De vuelta al campamento minero de “Rosita”, una chontaleña de 26 años, dueña de un bar, dice que en este lugar hay farmacias, iglesias, e incluso ha escuchado que alguien quería que se pusiera una escuela porque en el asentamiento hay “muchos niños”. Toda esta colonia inició como se ha dicho: Con la compra de terrenos que son indígenas.
De acuerdo con su testimonio, un solar, como de unos 10 metros de ancho por 30 de largo, puede costar hasta 30 mil córdobas. Hay tuquitos que la gente paga la mitad. Su establecimiento, asegura orgullosa, puede costar 300 mil córdobas en la actualidad.
Entre las viviendas, no todas son precarias. Afirma que hay viviendas hechas de madera del bosque que valen hasta 200 mil córdobas. En medio de la selva, la chontaleña encuentra en todo este negocio una oportunidad y está consciente de que el oro se acabará algún día. Por eso, cuando imagina ese escenario, sostiene que deberá irse y por eso invita a aprovechar el momento, “mientras se pueda trabajar”.
A media hora de “Rosita” está el campamento “Managua”, para llegar se debe subir un cerro. Hay varias minas en ambos lados del camino y tómbolas funcionando a toda máquina y arrojando la mezcla de lodo y químicos al suelo.
Cuando se llega a la cumbre se aprecia a los pies del cerro, el campamento Managua, que prácticamente es un pueblo. Las mejores casas están hechas de madera y techo metálico. Pero la mayoría de las viviendas son chozas de palos y plástico negro.
Desde lo alto del cerro se observa el bosque cortado alrededor del campamento y a un lado se ve un cúmulo de basura de todo tipo.
Los sonidos que se escuchan son el de un hombre aserrando un árbol con una motosierra, música de banda, alguien coloca un techo con taladro, un minero usando el rotomartillo y las tómbolas funcionando sin parar.