Brandon Lovo Tayler y Glen Abraham Slate son dos jóvenes afrodescendientes oriundos de los barrios tradicionales de Bluefields, acusados de disparar contra el periodista Ángel Gahona, director del noticiero El Meridiano, en los recientes sucesos de abril en esta ciudad del Caribe sur en la Moskitia nicaragüense.
Los alegatos en su contra son discutibles. La intención institucional es clara: sentenciar a dos chivos expiatorios. Pero, ¿Por qué subsiste una suerte de naturalidad en la aprehensión de dos sujetos en condiciones desfavorables que, dentro de un abanico de categorías sociales, raciales, culturales y geográficas los constriñe a ser juzgados con tan mecánica y categórica acusación?
Es decir, ¿Cuántos detenidos existen, hasta el día de hoy, por ser sospechosos de disparar contra manifestantes en las ciudades del pacífico de Nicaragua? ¿Qué líneas de investigación está utilizando el aparato de seguridad nacional en el resto de Nicaragua que hasta el momento no procede, pues, aún no han incriminado a supuestos francotiradores e individuos armados infiltrados en las manifestaciones del pacífico nicaragüense?.
Más allá del informe de la CIDH pareciera que no existen autores propiamente materiales de los asesinatos cometidos contra decenas de universitarios en el pacífico de Nicaragua. Aún no relucen esos rostros revelándonos sus semblantes criminalizados en los medios nacionales como el de los infortunados Brandon y Glen.
Dos individuos racializados de la pantanosa, supersticiosa e insalubre Costa son víctimas propiciatorias idóneas no solo para resarcir la imagen pública de una institución viciada y con reprochable reputación nacional, sino también el recordatorio constante del poder en su expresión colonialista, racista.
Estas cuestiones solo sirven para arribar al asunto al que quiero llegar. Por tanto, me gustaría exponer, grosso modo, los verdaderos motivos de esta reflexión entorno a las condiciones estructurales en que la condena y la justicia en la región Moskitia sufren una suerte de criterio solapado que se ha normalizado institucionalmente desde la puesta en escena del sistema de seguridad nacional en la región durante las postrimerías del siglo XIX, poco después de la incorporación en 1894.
Bajo la rúbrica “Nuestra seguridad y justicia no cabe en sus instituciones” he enunciado en varios artículos la necesidad de la descentralización del sistema de seguridad regional no por las razones políticas que muchos nacionales (y regionales, incluso) pueden sospechar, sino por las razones estructurales que nos atañen como región integrada a unas normas jurídicas (positivistas y reduccionistas) propias de una sociedad civil-política que asumió el liberalismo como punto de partida en la construcción oficial del Estado nicaragüense durante la revolución liberal de 1893 (que hoy se refleja en su constitución política, en su diseño institucional, en el paradigma decimonónico, en su sentido unilineal del clásico estado-nación y en sus prácticas desarrollistas) pero, sobre todo, en la sociogénesis de un sujeto político individual que encarna hoy en día ese nacionalismo homogéneo, mestizo, católico, republicano e hispanoparlante que defiende la libertad individual y el Estado de derecho por encima de los derechos colectivos, autonómicos e interculturales que anidan e interpelan, a propósito, otras formas de organización social, cultural y política de los pueblos pluriétnicos de la región Moskitia.
Esta coyuntura nacional nos permitió develar precisamente una serie de criterios intersectados por los que las instituciones nacionales en materia de seguridad languidecen la justicia en esta región. Los más de 35 indígenas asesinados por defender sus tierras en los últimos tres años, por ejemplo, no fueron sujetos dignos de una comisión de la verdad y justicia por ser indígenas, pobres, improductivos, parlantes nativos y oriundos de un territorio marginal del país. Sino, ¿Cómo es que se puso en marcha en cuestión de días una comisión oficial de la verdad y justicia para esclarecer las muertes de más de 30 nacionales del pacífico nicaragüense en la pasada primavera de abril?.
Por otro lado, la incriminación contra dos individuos afrodescendientes, desocupados, pobres, jóvenes y con un bajo nivel de estudios en un pueblo caribeño excluido de políticas públicas donde la asistencia en temas de promoción social es marginal, parece ser un ejercicio institucional casi mecánico, naturalizado, legitimado por este abanico interseccional que opera al soslayo de los organismos de derechos humanos.
No sorprende que en un artículo publicado en el año 2011 con el título “Casa del Rey Mosco se volvió la peor cárcel del Caribe” el autor revela implícitamente, sin querer, el enmascarado proceder discriminatorio de la Policía Nacional al confinar en un antiguo edificio histórico de Bluefields a más de 100 reos en celdas creadas para 40 presos cuando en el resto del país las condiciones penitenciarias no son menos deplorables.
Esta invariable acción institucional opera desde hace más de un siglo sin cuestionar los profundos problemas estructurales de la región y su imbricada situación multidimensional que vulnera a sus habitantes por su condición étnica, de clase, lengua y adscripción cultural y regional propiciando mecánicamente la injusticia, la condena y la marginación sistemática en contraste con los privilegios estructurales de la sociedad mestiza del centro-pacífico-norte de Nicaragua.
Brandon de 18 años y Glen de 20 años, son jóvenes negros-creoles que pasaron de ser presuntos culpables a sufrir una condena mediática por parte de los medios oficiales sin aún recibir un proceso judicial adecuado, tal como está estipulado en el código penal del sistema nacional de justicia.
La imagen de estos dos jóvenes tipificados uno como autor material y el otro por complicidad, fue manipulada no solo por los intereses del gobierno al pretender salvaguardar la deteriorada imagen de la policía nacional culpando enérgicamente a dos sujetos racializados de la Costa, sino también por el ejercicio del racismo estructural de las instituciones de un Estado colonialista que interpreta los derechos interculturales y autonómicos de los habitantes de la Moskitia como un estorbo para las prácticas extractivas de este sistema racista e individualista que usufructúa con sus recursos naturales y simbólicos desde hace más de 120 años de anexión sin consentimiento, justicia, seguridad ni compensación para sus habitantes.
La racionalidad transgresora y colonialista con la que opera el Estado frente al patrimonio natural (la tierra comunal, las reservas biodiversas, los acuíferos, el subsuelo, etc) de los pueblos de la Moskitia, es la misma frente a los derechos humanos de sus habitantes. Es una lógica extractiva sistemática, mecánicamente cuajada por la inercia de los prejuicios raciales, sociales y culturales orquestados desde la subjetividad dominante.
El proceso que llevará Brandon y Glen será un juicio como cualquier otro a nivel nacional. Imputados por algún juez que no habla su lengua materna, que ni es nativo de su localidad y sin noción alguna del derecho intercultural: serán juzgados como dos negros-creoles más en las estadísticas penales de Bluefields. Dos números más en las calurosas celdas diseñadas para la mitad de sus ocupantes.
Opinión |
El solapado racismo del sistema nacional de seguridad. El caso de Brandon y Glen