Las comunidades indígenas donde reinan la violencia, la impunidad y el abandono del Estado
Las comunidades Miskitu y Mayangna, en el Caribe Norte, llevan más de una década clamando por el cese de la violencia en sus territorios, sin que el Gobierno haga algo para ponerle fin. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dictado medidas de protección que el Estado no ha cumplido. Como consecuencia, se extienden los asesinatos y la violencia sexual en la zona con la tasa de homicidios más alta del país.
Germán Martínez Fenly vivía en la comunidad de Polo Paiwas, en el Caribe Norte de Nicaragua. El 30 de octubre de 2015, en un ataque planificado a esa población indígena, fue asesinado por colonos armados cuando regresaba de la parcela de arroz. Los colonos quemaron las casas y las familias huyeron por el río. Valerio Martínez y Macaria Fenly, padre y madre de German, se desplazaron a Klisnak, una comunidad Miskitu ubicada a orillas del Río Waspuk Ta, afluente del Coco, frontera con Honduras, donde sepultaron a su hijo.
Hoy, Macaria y Valerio viven en una casa típica de la cultura miskita, conocidas como “casas de tambo”. Estas se sostienen de unos postes de madera a más de un metro de altura. La vivienda está construida con tablas sin pintar y techo de zinc, ya desgastado por el tiempo. Macaria deja de lavar el arroz y acepta conversar. Habla miskito, su lengua materna. El guía que acompaña el recorrido traduce.
“Después de ocho años -dice Macaria- no hay nadie detenido”. La policía levantó el croquis, sin embargo nunca se pronunció y no continuó las investigaciones. Para ellos, “es como que el hecho no ocurrió”.
Macaria tiene la mirada triste, frota las manos sin parar. Aunque trata de contenerse, no puede más y suelta en llanto. Una de sus hijas la consuela. Más tranquila, se levanta de la silla, se dirige a su cuarto y saca dos fotografías: una de su hijo Germán y otra de su hija Marling Martínez Fenly.
Su dolor no es únicamente por el asesinato de Germán. El 11 de marzo de 2022, Marling fue secuestrada por colonos en la comunidad El Naranjal. Dos días después, fue encontrada flotando en el río Coco. Tenía señales de estrangulamiento y violación. El testigo del secuestro huyó a Honduras, asegura Macaria. Medios oficialistas han informado que la Policía busca a Renato Gómez Taylor, de 25 años y expareja de Marling, como sospechoso del asesinato. Pero hasta la fecha, no se ha presentado ningún avance de la investigación.
La mujer desea que haya justicia y que los asesinos de su hija y de su hijo sean llevados ante la Justicia. Y que los invasores desalojen las tierras para poder regresar a Polo Paiwas a trabajar y vivir en paz.
Según Macaria, las instituciones regionales y municipales protegen a los invasores, mientras que para las personas afectadas no hay ninguna respuesta. Para esta investigación, se solicitaron entrevistas con Carlos Alemán y John Hodgson, coordinador del Gobierno Regional de la Costa Caribe Norte y presidente de la Comisión de Asuntos de los Pueblos Originarios, Afrodescendientes y Regímenes Autonómicos, respectivamente. En ambos casos, no se ha tenido respuesta.
El Informe sobre la Situación de los Derechos Territoriales de los Pueblos Indígenas y Afrodescendientes de Nicaragua, elaborado por la Alianza de Pueblos Indígenas y Afrodescendientes de Nicaragua (APIAN), afirma que existe una falta de protección de parte del Estado de Nicaragua a los derechos humanos de los pueblos indígenas y afrodescendientes.
En los últimos 10 años, en los que Daniel Ortega se ha atornillado en el poder, 76 indígenas de las etnias miskitu y mayagna han sido asesinados en el Caribe nicaragüense. Colonos armados invaden los territorios indígenas para realizar actividades de explotación minera, maderera y ganadera, según han denunciado organizaciones comunitarias. Y hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), el máximo tribunal de la región con sede en Costa Rica, ha intervenido para que el Estado nicaragüense remedie la situación, sin resultados hasta el momento.
En 2021, el Caribe Norte tuvo una tasa de homicidios de 38 por cada 100 mil habitantes, la más alta del país, según el Anuario Estadístico de la Policía (el último publicado). La zona, además, ocupó el tercer lugar en asesinatos (23) y compartió con la capital Managua el primero en homicidios (48). El Caribe Norte es, también, el lugar con mayor riesgo de ser víctima de algún delito en Nicaragua, según la Policía.
Con este contexto de violencia conviven los indígenas desde hace más de una década. A lo que deben sumar la pobreza endémica, los desplazamientos forzados y el olvido por parte del Estado. Esto último incluye la impunidad: según las mismas organizaciones comunitarias, los numerosos crímenes de indígenas no han sido investigados ni se ha dado con sus responsables. La “Justicia” solo sentenció a prisión perpetua a cuatro indígenas Mayangna por asesinar a nueve indígenas en 2021, una sentencia que en estas poblaciones todos cuestionan.
La masacre de Kiwakumbai
El caso ocurrió el 23 de marzo de 2021, y hasta hoy, es una de las peores masacres perpetradas contra la población Miskitu y Mayangna. Ese día, según un comunicado de la Policía, un grupo armado de aproximadamente 13 hombres asesinó a nueve comunitarios y violó a dos mujeres que se encontraban realizando labores de guiricería -o extracción de oro- de forma artesanal en la mina Kiwakumbai, ubicada en el cerro Pukna, municipio de Bonanza.
Casi cinco meses después, el 8 de septiembre, la Policía presentó a los indígenas mayagnas Argüello Celso Lino, Ignacio Celso Lino y Donald Andrés Bruno Arcángel y los acusó de ser “los autores intelectuales y materiales de la masacre”. Y en diciembre del mismo año arrestó a un cuarto indígena, Dionisio Robint Zacarías. El móvil del hecho fue “por rencillas de los delincuentes, quienes pretendían apropiarse por la fuerza del punto de guiricería donde laboraban las personas asesinadas”.
Un año después de la masacre, el juez Melvin Vargas, del Juzgado Séptimo de Distrito Penal de Juicios de Managua, condenó a los cuatro mayagnas a cadena perpetua como “coactares del delito de asesinato agravado” de las nueve víctimas. También fueron condenados a la pena de cuatro años por el delito de “secuestro simple” en perjuicio de dos mujeres, familiares de uno de los asesinados y de dos de los condenados. La Sala Penal Número Uno del Tribunal de Apelaciones de Managua declaró “no ha lugar” la apelación interpuesta por los abogados defensores, según consta en la sentencia a la que esta investigación tuvo acceso.
En esa apelación, los abogados defensores alegaron que el médico forense, Francisco Rodríguez Alfaro, no se presentó al lugar de los hechos para examinar los cadáveres y basó su dictamen en fotografías proporcionadas por la Policía y el testimonio de dos familiares de las víctimas, quienes finalmente se abstuvieron de declarar en el juicio.
El Tribunal justificó que la ausencia del médico forense se debió a que se encontraba a una distancia de más de 150 kilómetros del lugar de los hechos, adonde solo se podía llegar a lomo de bestia. Además, no había personal médico del Ministerio de Salud para que realizara las valoraciones.
Además, varios testigos propuestos por la Fiscalía no comparecieron en el juicio. “En este caso, no se puede pasar por alto que se hace más ardua tanto la labor de recolección de evidencias como la presencia de los testigos, a quienes en ocasiones se les dificulta ir a la sede judicial de la Región”, dice la sentencia. A pesar de esas limitaciones, el proceso judicial se realizó en Managua, dificultando todavía más la comparecencia de testigos.
Ante estas dudas planteadas por los defensores, el 27 de junio de 2023 la Corte IDH otorgó medidas provisionales a favor de los cuatro mayangnas condenados y requirió al Estado nicaragüense que, de forma inmediata, procediera a liberarlos y adoptara “las medidas necesarias para proteger eficazmente sus vidas, integridad personal, salud y libertad”. Pero el régimen de Ortega nunca cumplió la orden el fallo.
En este caso, la resolución de la Corte IDH señala que la detención de los mayagnas “habría ocurrido en contravención a las garantías judiciales mínimas” ya que “dichas personas habrían sido detenidas sin orden judicial y habrían permanecido incomunicadas durante un largo periodo de tiempo”. Añade que “en el desarrollo de los procesos penales las representaciones de los acusados formularon objeciones en torno a la ausencia de garantías al debido proceso, con especial mención de falsas denuncias, omisión de intérpretes oficiales del idioma mayangna y falta de pruebas inculpatorias”.
Pero la historia no termina acá. Dos años después de la masacre, en marzo de 2023, la Policía capturó a otros cuatro indígenas mayangnas vinculándolos “a la agrupación delincuencial Bruno” y a integrantes de “la banda delincuencial Chabelos”. Los acusó por los nueve asesinatos de Kiwakumbai y otros más. Los mayagnas interpusieron un recurso de exhibición por detención ilegal, pero fue rechazado por el sistema judicial.
Organismos defensores de derechos humanos nacionales e internacionales consideran que la detención y condena de los cuatro indígenas es parte de un proceso de criminalización a quienes han denunciado la invasión de sus tierras. Y familiares de las víctimas exigen a las autoridades que investiguen y capturen a los verdaderos responsables no sólo de esta masacre, sino de los demás crímenes que siguen en la impunidad.
Alicia Salgado y Wilmor Waldan, padre y madre de Ody James Waldan Salgado, de 26 años, uno de los nueve asesinados en Kiwakumbai, dicen que la versión de la Policía no les convence y dudan que los indígenas condenados sean los verdaderos culpables porque los sobrevivientes han asegurado que quienes los atacaron fueron mestizos armados.
Wilmor, miembro del Consejo de Ancianos de la comunidad indígena miskitu de Wiwinak (ubicada sobre la ribera del río Coco, adonde se trasladaron despues del asesinato de su hijo), entra en un cuarto de madera pequeño. En sus manos trae un pañuelo manchado con sangre, lo desenvuelve y saca un casquillo de bala y una mecha de pelo de Ody. Son las evidencias del asesinato de su hijo, según él, a manos de invasores de tierras indígenas.
Desde que ocurrieron los hechos, “no hay justicia para las familias afectadas. Las denuncias ante la Policía, por mucho que se hagan, no son recibidas y dicen que son informaciones falsas”, asegura Wilmor.
El cuerpo de Ody fue enterrado en una fosa común en el cerro Pukna. Alicia y Wilmor no pierden la esperanza de desenterrarlo y sepultarlo conforme sus tradiciones en la comunidad de Wiwinak; pero es un proceso difícil debido a la lejanía y a la falta de recursos económicos, algo que también les afecta en su demanda de justicia ya que se les hace difícil estar yendo a la Policía y al juzgado local de Waspam para dar seguimiento.
Para salir de la comunidad de Wiwinak al municipio de Waspam, donde está la delegación policial y el juzgado, deben navegar durante 10 horas en un bote de madera, techado con plástico negro. Únicamente hay dos viajes por semana y es la única vía de transporte con la que cuentan las comunidades indígenas ubicadas sobre la ribera del río Coco, en la frontera con Honduras, por lo que el gasto de alimentación y hospedaje se incrementa. Alicia y Wilmor solo han podido ir una vez al sitio del asesinato, pero las autoridades no les permitieron llevarse el cuerpo
Alicia se cambia la ropa de trabajo y se pone un vestido negro. Sale de su cuarto con un cuadro envuelto en un pañuelo. Lo cuida como un tesoro invaluable; es el único recuerdo que le queda de su hijo. Lo coloca en una pared y llora desconsoladamente. Seca sus lágrimas con el pañuelo con el que tenía envuelto el cuadro. Del llanto pasa al enojo. Su hijo era muy joven y los asesinos le arrebataron sus planes: terminar de reconstruir la casa que fue destruida por los huracanes Eta e Iota de 2020, para lo que se había ido a trabajar a la mina.
“Lo que pedimos es vivir en paz y que se calmen los hechos violentos que están ocurriendo en las comunidades por parte de los colonos que vienen invadiendo las tierras. Por eso están asesinando a los comunitarios”, dice.
La impunidad reconocida por la Corte IDH
La impunidad que gobierna en el Caribe Norte de Nicaragua no es solo un argumento utilizado por las comunidades indígenas que la sufren. La propia Corte IDH, la misma que ordenó el año pasado liberar a los cuatro Mayangnas condenados por la masacre de Kiwakumbai, ha dictado antes varias resoluciones de medidas provisionales para salvaguardar la vida e integridad de las poblaciones indígenas, por considerar que cumplen con los criterios de extrema gravedad, urgencia y para evitar daños irreparables.
El 1 de septiembre de 2016, debido a la violencia que impera en las comunidades indígenas, la Corte IDH ordenó al Estado erradicar la violencia, proteger la vida, integridad personal, territorial e identidad cultural del pueblo indígena Miskitu que habita en las comunidades de Klisnak, Wisconsin, Wiwinak, San Jerónimo y Francia Sirpi. Además, solicitó establecer una instancia para diagnosticar las fuentes del conflicto y proponer las posibles vías de pacificación y solución.
El régimen de Daniel Ortega no cumplió y la violencia se extendió hacia otras comunidades miskitu y mayagnas. Por ello, la Corte amplió las medidas a favor de las comunidades Esperanza Río Coco, Esperanza Río Wawa, Santa Clara y Santa Fe.
Las medidas de protección de la Corte IDH también incluyen a Lottie Cunningham y José Medrano Coleman, integrantes del Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Atlántica de Nicaragua (Cejudhcan). Esta organización fue cancelada el 17 de marzo de 2022 por la Asamblea Nacional, lo que dejó a las poblaciones indígenas más indefensas ya que, además de registrar las violaciones, les brindaba acompañamiento jurídico y representación internacional.
Ante el incumplimiento por parte del Estado de Nicaragua de frenar la violencia, en 2022 la Corte IDH lo declaró en desacato y urgió a la OEA que diera seguimiento. El sandinismo continuó haciendo caso omiso a lo ordenado por la Corte y la violencia siguió apoderándose del territorio durante el año 2023. Musawas y Wilú, pertenecientes al Territorio Mayagna, se sumaron a la lista de comunidades beneficiarias de las medidas.
El Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) denunció a través de una nota de prensa publicada el 18 de julio de 2023 que los crímenes de indígenas permanecen impunes: “La falta de respuesta de las autoridades nicaragüenses perpetúa la violación sistemática de derechos que viven las comunidades y les continúa exponiendo a amenazas, secuestros, despojo, violencia sexual, desplazamiento, crisis alimentarias, asesinatos y otros graves riesgos para su integridad y su vida”.
Todo esto ocurrió en un año en el que se registró otra masacre atribuida a invasores de tierras. La mañana del sábado 11 de marzo de 2023, la comunidad de Wilú, perteneciente al Territorio Indígena Mayangna Sauni As, sufrió un salvaje ataque por parte de 60 colonos fuertemente armados, quienes asesinaron a cinco indígenas, quemaron 16 viviendas y la iglesia de la comunidad.
La Policía guardó silencio sobre esta masacre, hasta que el 21 de julio publicó un comunicado informando sobre la captura de los jefes de la agrupación delincuencial Chabelo, Rafael Mendoza Escoto (alias Chabelo), de 33 años, y Darling Antonio Dávila Escoto (alias Barril), de 29 años, a quienes responsabilizó por estos crímenes y de otros 23 asesinatos. Pero, hasta la fecha, no se sabe si han sido procesados. Tampoco el expediente del caso está disponible para consulta pública.
“Después de 10 años de ataques sistemáticos y reiterados a las comunidades indígenas miskitu y mayangna de la Costa Caribe de Nicaragua, los únicos condenados a cadena perpetua son los cuatro mayangnas, a pesar de que las comunidades han dicho lo contrario, a pesar de que los sobrevivientes del ataque dijeron que quienes los atacaron fueron hombres no indígenas con armas de guerra. No hay ninguna otra persona que el Estado haya judicializado por estos ataques”, asegura María Luisa Acosta, abogada especialista en derechos indígenas.
La impunidad trae consigo más impunidad, según Juan Carlos Ocampo, defensor de los pueblos indígenas, integrante de la organización Prilaka y exiliado en Costa Rica: “El gobierno se lava las manos diciendo que son las comunidades indígenas las que han estado vendiendo las tierras o que todos los conflictos son por rencillas personales, ajustes de cuentas o cosas así. Pero decir eso no les exime de responsabilidad porque ellos son el gobierno. El Estado nicaragüense no le está garantizando la seguridad a las comunidades indígenas para poder vivir en sus territorios de acuerdo con su cultura”.
El asesinato de Dixon, de 36 años (último caso registrado en 2023), es una prueba de lo afirmado por CEJIL y Ocampo. La mañana del 12 de septiembre, Dixon y tres indígenas mayangnas originarios de la comunidad de Kipih, departamento de Jinotega, se dirigían a sus parcelas cuando fueron atacados a balazos por desconocidos. Dixon recibió varios disparos de escopeta en el abdomen y en el brazo derecho, mientras que sus acompañantes escaparon y avisaron a la comunidad.
Los tres sobrevivientes y otros comunitarios salieron a rescatar a Dixon. Lo encontraron gravemente herido. Caminaron toda la noche por caminos inhóspitos para llevarlo al puesto de salud más cercano, el de la comarca San Andrés de Bocay, en la frontera con Honduras. Ahí no había condiciones para atenderlo. Dixon murió el 13 de septiembre, mientras era trasladado al Hospital Regional Victoria Mota de Jinotega.
Su asesinato fue denunciado en redes sociales por las organizaciones indígenas Wahaini Ramhni Tani (MAWARAT), Prilaka Community Foundation y la Plataforma de Pueblos Indígenas y Afrodescendientes de Nicaragua (Inana - AIP). Hasta hoy, la Policía no ha informado sobre si ha investigado el homicidio. Tampoco lo ha hecho con los casos de los indígenas Sergio Julián Juan y Serato Juwith Charly, asesinados a inicios de julio del año pasado. Las organizaciones indígenas denuncian que el régimen de Daniel Ortega y la Policía nicaragüense se hacen de “la vista gorda” al no investigar estos crímenes.
Mientras tanto, en su casa de Klisnak, cerca de la frontera con Honduras, Macaria y Valerio siguen lamentando que la Policía no se interese en investigar los crímenes de su hijo Germán y su hija Marling. “Nadie está preso y el caso está impune. Si sabemos que las instituciones regionales y municipales están protegiendo a los invasores de tierra, más a las personas afectadas, no hay ninguna respuesta. Lo que deseo es que haya justicia y que las personas que asesinaron a mi hija y a mi hijo sean llevadas ante la justicia”, concluye la mujer.